
Recuerdo cuando mi hija nació, la doctora nos mantuvo en la clínica por dos días y luego fuimos a casa. Esa primera noche en casa nunca la olvidaré. Quizás pienses que es por el desvelo extremo que tuvimos, pero específicamente esa noche está grabada en la habitación principal de mi corazón porque fue el momento exacto en el que mi hija y yo hicimos “clic”.
Mientras estuve embarazada escuchaba con mucha firmeza que cuando ves a tu hijo/a por primera vez, la conexión es tan increíble que es inexplicable. En mi caso, la primera vez que vi a mi hija, la doctora la acerco a mi rostro y yo no dejaba de sonreír; luego la pego a mi pecho para que lográramos aquello llamado apego precoz del amamantamiento, y por igual, durante este tiempo corto yo seguía sonriendo. La doctora volvió a acercarla a mi rostro y me dijo: “dale un beso” (así lo hice, toda obediente), y luego se la llevaron del quirófano hasta concluir el proceso conmigo.
Cuando me preguntan por ese primer encuentro, solo recuerdo que estaba sumergida en tantos pensamientos, que no puedo expresar uno en específico. No fue sino hasta la primera noche en nuestro hogar, que mientras mi hija lloraba, yo la sostuve en mis manos, justo frente a mi rostro, y le cante con voz bien suave y despacio (quienes me conocen saben que no hablo despacio ni tampoco “tan” suave), mientras todo se detenía y solo quedábamos mi hija y yo. Sus ojos no se fijaban a los míos pero su mirada seguía mi voz, y ese momento de llanto paso a ser un silencio hermoso que terminó en un sueño prolongado de 90 minutos (sí, eso es un sueño prolongado en un recién nacido). Ese momento se revive en mi mente casi todos los días, y ya mi hija tiene 19 meses.
¿Qué me dirías, si te digo que hay un amor que sobrepasa cualquier sentimiento que podamos experimentar aquí en la tierra? En la primera carta de Juan, capítulo 4, versículos del 7 al 12, el apóstol nos insta a amarnos unos a otros, y en el verso 10 nos revela el mayor ejemplo de amor que pudiéramos experimentar, cito: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”.
La mayor muestra de amor fue, es y será el sacrificio de Jesús en la cruz por nuestros pecados. El hecho de que este sacrificio rompiera el velo para poder acércanos al trono de la gracia, es la mayor revelación de amor, un amor incondicional, un amor inexplicable porque Dios es amor, y Él no puede ser explicado con nuestra mente finita. Nuestra naturaleza pecaminosa hace que el amor humano que compartimos tenga condicionantes.
Al ser hechos hijos de Dios, la biblia declara que nuestra pasada manera de vivir es muerta, que debemos crucificar nuestra carne con sus pasiones y deseos para dar paso al fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas, descrito en Gálatas 5:22-23: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley”.
Partiendo de esta verdad sublime y poderosa, podemos volver a la carta del apóstol Juan cuando dice en el verso 12: “Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros”. Como hijos de Dios, en nosotros debe habitar el amor que viene de Él, por encima del amor humano; e ir ejercitándonos en darle prioridad al amor que viene de nuestro padre por encima del sentimiento humano que tantas veces nos hace pecar.
En nombre del amor humano se han permitido feminicidios, abortos, guerras, un amor que condiciona para poder demostrarse. Sin embargo, la Palabra dice que “el amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser”. 1 Corintios. 13:4-8a.
La flama del amor de Dios es eterna y para siempre. Abrazar esta verdad nos hace libres, mis hermanas, y cuando nuestra carne (con la que luchamos día tras día) nos empuje a ser egoístas, el Espíritu Santo ministre a nuestro espíritu el amor y la bondad de reconocer que somos pecadoras y que de nosotras no sale nada bueno, si no es filtrado por el amor divino de Cristo Jesús.
1 Corintios 13:13: “Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor”.