Quebrantando el orgullo

Recordando el articulo –El orgullo, un arma letal– pudimos conocer qué es el orgullo y cómo opera. En esta ocasión te quiero invitar a que analicemos juntas cómo combatir con este enemigo mortal, que viene de nosotras mismas (Santiago 1:14).

Me encanta ver las cosas desde un enfoque práctico, así que listemos algunas verdades que podemos poner en práctica para ejercitarnos en la HUMILDAD.

1. Meditar constantemente en el sacrificio de Jesús en la cruz.
Siempre debo traer a mi mente la escena donde Jesús, de forma voluntaria, se entregó por mí y por toda la humanidad. La demostración de amor más grande, no solo por el tipo de sacrificio, sino por quien lo hizo. En Filipenses 2:5-8, vemos una descripción clara de esto. Cuando practicamos meditar en Él, obligatoriamente vamos a ir creando conciencia de que el orgullo no tiene razón de ser. Nuestro ejemplo para seguir es el Todopoderoso quien bajó de Su trono a enseñarnos cómo vivir. Hay una enseñanza de Jesús para todo. Pero de manera general podemos resumir Su vida como una de humildad y mansedumbre.

Mateo 11:29, también nos dice: “… y hallaréis descanso”. Aquello contrario a la verdad de la que hablábamos en mi primer artículo, acerca de la ansiedad y el estrés que trae consigo el vivir bajo la opresión del orgullo. Al corazón orgulloso le cuesta descansar en los brazos del Señor, porque está pendiente de su reputación.

2. Pensar en la gracia de Dios.
Si consideramos que no merecemos el favor de Dios (y así es), y mucho menos la salvación, mantendremos un concepto realista de nosotras mismas. El sacrificio de Jesús en la cruz no fue hecho porque nosotros lo merecíamos; al contrario, esto es lo maravilloso de Su entrega, y que hace que sea más digno de alabanza: Nosotros somos pecadores que merecemos Su rechazo, pero Él nos ha dado Su amor. Nota que digo: “nos ha dado”. Sí, constantemente nos brinda de Él, amándonos a pesar de nosotros. ¡Demasiada gracia!


3. Conceder gracia a los demás.
Colosenses 3:12-15 nos recuerda vestirnos como escogidos de Dios, quien nos perdonó. Esto nos equipa para poder extender gracia a otros y obrar humildemente. Sin las cualidades de un espíritu renovado, no podremos obrar como Cristo obró, como a Él le agrada. No olvidemos que es necesario tomar la ayuda del Espíritu Santo.  El orgullo difícilmente deja pasar una falta de otra persona, sometiendo a los demás al látigo de la acusación, la culpa, etc., facultándonos para decidir si perdonar o no.

Muchas veces el orgullo es el resultado de las veces que nos han fallado o herido, como una manera de «protegernos» para que no nos vuelvan a hacer daño. Sin embargo, esa no es la forma de abordar este problema, por eso te invito a leer el artículo: La falta de perdón, publicado en este blog del Atelier.

Otras veces el orgullo se disfraza de perfeccionismo queriendo someter a otros al mismo estado de perfección en el que pretendemos vivir, jactándonos de ser excelentes, y no en dar la excelencia a Dios.

4. Pensar que mi prójimo es superior a mí.
Pareciera que este punto puede estar unido con el anterior, pero aparte de extender gracia a los demás ante sus faltas, si consideramos que nuestro prójimo es superior a nosotros, le serviremos, le amaremos, le cuidaremos, y esto de servir es clave para practicar la humildad, antónimo del orgullo (Mateo 20:28).

En Filipenses 2:3 y 4, encontramos un mandato: Nada hagamos por contienda. Nada hagamos para vanagloria. Esta práctica nos ayuda a mantenernos a raya, a soga corta, como suelo decir. Entendiendo quienes somos, y que necesitamos de Dios, quien no convive con el orgullo, y que Él nos hizo para estar en comunidad y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Si amo a Dios y a mi prójimo, en esto cumplo toda la ley.

5. Dar siempre la gloria a Dios.
Siendo orgullosos pretendemos quitarle la gloria a Dios y tomarla nosotros. Debemos estar pendientes de esto siempre. Nosotras fuimos creadas para alabanza de la gloria de Su gracia (Efesios 1:6). Siendo orgullosos estamos obrando totalmente contrario a nuestro propósito dado por Dios. Ese debe ser nuestro fin, dar gloria a Dios en todo y por siempre. Así y solo así, estaremos plenas.

Recordemos que Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. Humillémonos delante de Dios, traigamos ante Él este pecado, Él nos restaurará y nos exaltará, pero no para nuestra gloria, sino para Su gloria (Santiago 4:6 y 10).

¡Dios te bendiga!

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